Una tormenta en el monte. Relato de Enrique Emberley
Por
aquél entonces no estaba prohibida la acampada libre ni había pensamiento
siquiera de declarar muchos de los parques naturales de hoy en día. Era
simplemente el monte. Ni siquiera existía el concepto de senderismo: los que
peinamos canas hoy, cuando éramos jóvenes nos íbamos al campo. Igual que lo que
antes era irse al pueblo, ahora se denomina hacer turismo rural. Si el cuento
de Caperucita se escribiera hoy, diría el autor que se trataba de una menor
desprotegida, que probablemente acabaría siendo tutelada por los servicios
sociales por abandono del obligado cuidado preventivo de sus progenitores, que
marchaba por un paraje natural con una figura legal de protección oficial, cuando
se le acercó un animal en peligro de extinción y, por tanto, protegido por la
ley, etc., etc.
Pues
resulta que un grupo de locos por la Naturaleza estábamos acampados en lo alto
de lo que antes llamábamos el monte. Nuestra flamante tienda canadiense estaba
montada en mitad de una dolina y desde allí hacíamos las correspondientes
salidas para fotografiar buitres, chovas piquirrojas, acentores alpinos y demás
seres que perseguíamos con nuestras antediluvianas cámaras de fotos. El tiempo
era espléndido, el cielo sin nubes, claro, con una luz fantástica.
En
aquella época los servicios de predicciones meteorológicas no disponían de
satélites, ni se utilizaba la moderna teoría de frentes, ni mucho menos se
usaba la modelización matemática. Nos teníamos que conformar con la pizarra de
Mariano Medina, el hombre del tiempo, que unas veces acertaba y otras muchas erraba
como una escopeta de feria. Salíamos entonces a la completa aventura.
Aquella
tarde, cuando volvíamos a la tienda de campaña, vimos en el horizonte unas
nubes tipo cumulonimbos, negruzcas, con forma de yunque, que no hacían
presagiar nada bueno. Al poco, comenzó una llovizna que nos obligó a
resguardarnos dentro de la tienda. En unas horas ocurrió lo único que hacía estremecerse
de miedo a Obelix: que el cielo cayera sobre su cabeza. Y eso fue precisamente
lo que parecía ocurrir. Cayó la lluvia como una maldición de los dioses. Litros
y litros de fortísima lluvia convirtieron la dolina en un lodazal fangoso que
entraba por las costuras de la tienda. El fuerte viento comenzó a arrancar las
piquetas y nuestro refugio se vino abajo, convirtiéndose en un revoltijo de
lonas, cuerdas, palos, macutos y naturalistas. Salimos reptando mientras la
tienda se hacía jirones. Empapados (en La Línea diríamos “pipando”) y sin
posibilidad de resguardo alguno, a alguien se le ocurrió que podíamos dirigirnos a las ruinas de un
cortijo abandonado que se encontraba a pocos kilómetros de allí. Si ninguna
otra posibilidad, encendimos nuestras linternas y hacía allí nos marchamos en
medio de la tormenta que no cejaba en su intento de amargarnos y arruinarnos la
noche.
Tras
un demencial trayecto llegamos a las ruinas, aun más empapados, si ello era
posible. Al llegar allí, nos encontramos un grupo de tres montañeros de Jerez
que se habían encontrado en las mismas circunstancias y que habían optado por
la misma solución que nosotros. Después de los saludos y presentaciones de
rigor decidimos encender un fuego en una de las habitaciones que se mantenían
en pie, con algunos restos secos de madera de las antiguas vigas y techumbre que
encontramos y apagamos las linternas, que andaban ya con energías muy escasas,
como nosotros mismos. La pequeña hoguera nos fue haciendo entrar en calor.
Uno
de los nuestros, el encargado de la intendencia, recordó que le quedaba en el macuto
un sobre de sopa instantánea y propuso poner un recipiente con agua en la
hoguera y preparar una reconfortante bebida caliente, idea que fue secundada unánimemente
por todos los tiritantes reunidos. Al poco, la burbujeante sopa era repartida
en los vasitos de hojalata que siempre portábamos todos aquellos que nos
hacíamos llamar montañeros.
Uno
de los compañeros de Jerez exclamó con contenida euforia: - ¡Qué rica está lo
sopa! ¡Y lo mejor son estas pequeñas albondiguillas! A lo que nuestro cocinero
respondió: ¿Qué albondiguillas dices, si la sopa es de fideos? Alguien encendió
una linterna y enfocó la luz al suelo. Comprendimos el origen de todo. La
escasa luz de la pequeña hoguera no nos había permitido ver con claridad la
situación. El cocinero (¡el muy guarro!) ponía en el suelo, de vez en cuando,
el cazo de repartir la sopa. El recinto donde nos encontrábamos había sido, en
su momento, un corral de cabras.
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